Lo que prometía ser un simple viaje de caza a Asturias acabó convirtiéndose en una aventura redonda, repleta de risas, paisajes de postal, digestiones imposibles y encuentros con lo más salvaje del monte. Todo empezó con una brillante idea: ir a por un rebeco con mi buen amigo Juan. ¿Qué podía salir mal? Nada… o eso creíamos.
Partimos con calma, atentos a cada siembra, a cada prado, cazando corzos con la mirada. Camino de Ponga, la nostalgia y las carcajadas nos acompañaban en el asiento de atrás. La llegada no pudo ser mejor: cena potente a base de torreznos, cachopo XXL, tarta de queso… y el Barça encajando goles como si no hubiera un mañana. Noche perfecta. Hasta que el cachopo pasó factura en forma de insomnio.
A las seis de la mañana, ya estábamos en pie. Nos recogieron los guardas, hombres curtidos y sabios del terreno, con los que subimos montaña arriba mientras hablábamos de todo un poco. Nada más llegar al cazadero, empezaron a asomar los primeros rebecos, aunque algo lejos. Uno se acercó, pero era pequeño. No valía.
Iniciamos entonces una subida de esas que se graban en las piernas y en la memoria. Aparece un rebeco con hembra y cría, pero la madre no quiere testigos y los aleja rápidamente. Seguimos subiendo. Otro macho a la vista. Lo intentamos. Me preparo, mochila bien colocada (¡gracias Zalo, regalo estrella de Artemisan!), Juan canta la distancia, el rebeco se perfila… pero se cruza un vareto de venado en el visor. ¡Con todo el monte, y justo por ahí! Cuando por fin vuelvo a encarar, el rebeco no para. Justo cuando parece que va a hacer su típica parada para mirar… oigo: “No dispares, tiene buen futuro, vamos a dejarlo para otro año”. Así es la caza ética.
Más montaña. Más rebecos. Todos con pinta de «otro año será». Y entonces, la magia: Juan localiza uno solitario junto a una pedriza. Los guardas lo miran con el telescopio y dan luz verde. Pero no hay cobertura vegetal ni forma de entrada. Estrategia: uno de los guardas y Juan se quedan charlando, haciendo de señuelo, mientras el otro guarda y yo avanzamos a pecho descubierto, estilo senderista urbanita.
El rebeco, alerta, empieza a subir… pero hacia nosotros. A 500 metros, me apoyo en una piedra. Primer disparo: limpio, pero sin éxito. El animal corre y, en su huida, se acerca. Se detiene un instante. Corrijo. Disparo. Y entonces, ese sonido inconfundible: “plaf”. Contacto. ¡Es mío!
Abrazos, fotos, emoción. Incluso los guardas quieren inmortalizar el momento: estamos en lo más alto, justo en el límite con León. El rebeco, dentro de lo que buscábamos: precioso. Aviamos el animal, recogemos algo de carne y dejamos el resto para lobos, raposos o, quién sabe, algún oso con hambre.
Aún era temprano, así que seguimos oteando valles. Rebecos por doquier. Asturias en estado puro. Me dio pena haber disparado ya. Quería quedarme allí.
La bajada fue larga, pero amena. Y aún más rebecos a la vista. Increíble. Ya en el hotel, buena carne, copazo y tertulia con los guardas. Hablamos de lobos, osos, corzos y de lo mal que se gestiona el monte desde los despachos. Las leyes no pueden hacerse lejos del campo.
Así terminó esta aventura: un rececho inolvidable, en el paraíso, con un amigo de los de verdad. Si algún día tenéis la oportunidad… no la dejéis escapar.
