Arrancamos el rececho al caer la tarde, con el monte respirando aún el calor del día. La finca, generosa en barrancos y siembras que adornan los valles, comenzaba a desperezarse mientras las sombras alargadas de la sierra invitaban a la fauna a salir de su letargo.
Varias entradas hicimos a distintos barrancos, divisando aquí y allá grupos de muflones –con algún macho de porte discreto–, ciervos altivos que huían al menor crujido, e incluso una piara de cabras montesas que nos observaban con la altivez que da el saber que uno está a salvo.
Con el ocaso, las reses, fieles a su costumbre, abandonaban los montes para aventurarse en las siembras. Fue entonces cuando, en una linde de prados, descubrimos un grupo de gamos. Las hembras, siempre más discretas, eran las primeras en aparecer, pero pronto les acompañaron varios machos. Decidimos entrarles.
Nos posicionamos a unos 180 metros, evaluando a los cuatro machos que teníamos a la vista. Uno, en particular, destacaba por sus astas bien formadas. Ajusté la mira y disparé. No sé bien qué falló –quizás el nervio, quizás el viento–, pero el gamo escapó, y de pronto, como si hubieran surgido del suelo, una estampida de más de veinte machos huyó en desbandada. Ese día, los gamos se llevaron la partida.
La noche fue corta y mal dormida. Las imágenes de la jornada se repetían como una película en bucle. Al amanecer, con las primeras luces y el propósito renovado, regresamos al lugar del desencuentro. Desde una zona alta que dominaba el valle intentamos localizar al grupo, pero el paisaje estaba vacío, como si la fauna nos hubiese jugado otra vez una mala pasada.
Decidimos entonces cambiar de táctica. Avanzamos a pie, recechando con cautela, asomándonos a las cañadas y dejando que el instinto nos guiara. Y fue en un rincón inesperado donde el destino nos sonrió.
A escasos 40 metros, un grupo de gamos pastaba tranquilamente. Tres machos destacaban entre ellos. Mi mirada se fijó en uno, el que portaba las puntas más enteras. El reto era mayúsculo: de frente, un joven macho nos escrutaba con esos ojos que siempre parecen leer el alma del cazador.
El tiempo se detuvo. Con movimientos lentos y calculados, apunté al gamo. Pasaron segundos interminables hasta que el animal giró lo justo para permitirme un tiro limpio. El disparo resonó en el valle y, con él, el gamo cayó.
La emoción me inundó entonces. Mis manos temblaban, pero era el temblor de la satisfacción y el respeto por un lance bien logrado. Los gamos, esos reyes del prado, me habían perdonado una vez, pero en esta ocasión, la fortuna me acompañó.
Quiero agradecer a los guardas de la finca, especialmente a Rafa, cuya amabilidad y conocimiento hicieron de esta experiencia algo inolvidable. También al Club Tierra de Caza, por su impecable gestión y por ofrecernos estas oportunidades que tanto valoramos los que amamos el campo y la caza.
Sierra Madrona me despide con su silencio majestuoso, y yo, con el corazón lleno, ya sueño con volver.